
El amanecer pintó el cielo de Tepic con tenues tonos rosados, pero en la plaza que antecede al Templo de San Judas Tadeo, comenzó a formarse una hilera de fieles, la figura del santo, con su túnica verde y dorada, parece observar desde las alturas a cada uno de sus devotos, quienes llegan de todas partes de la ciudad y, en ocasiones, desde más lejos. Algunos llevan consigo imágenes del santo, otros cargan pequeñas velas y flores, y unos más traen medallas y rosarios. Todos tienen una historia, una razón para estar ahí, y una fe que los empuja a regresar año con año.
A medida que el sol se alza, el ruido crece. Se escuchan murmullos de agradecimiento, promesas susurradas, peticiones en silencio, sollozos. Una mujer de avanzada edad sostiene con manos temblorosas una fotografía de su hijo y, al llegar frente a la imagen del santo, derrama unas lágrimas de esperanza y agradecimiento, mientras sus labios se mueven en una plegaria íntima. A su lado, un joven arrodillado en el suelo sostiene una vela encendida y cierra los ojos con fuerza, su rostro reflejando una fe imperturbable. Cada rostro parece tener su propio diálogo con San Judas, una conexión que no necesita palabras.
Conforme avanza la jornada, los sacerdotes inician una misa en el templo, las palabras de oración envuelven a la multitud, quienes, en respuesta, levantan sus ofrendas en alto.
La devoción siguió hasta el anochecer. A medida que cayó la noche y las luces de las velas destacaban en la penumbra, los fieles despiden al santo con una última mirada, con una promesa renovada de volver el próximo año, de seguir creyendo.





